Fuente: https://elordenmundial.com

Los satélites son esenciales para la geolocalización o para la comunicación por teléfono, pero también para la distribución de la red eléctrica o para el tráfico aéreo. Estos aparatos están expuestos a riesgos como el sabotaje deliberado a manos de Gobiernos, la colisión con un meteorito o las tormentas solares; riesgos que podrían causar una crisis sin precedentes que afectaría a la vida cotidiana y generaría serios problemas de seguridad a nivel internacional.
Al despertar una mañana, internet no funciona. Tampoco la televisión. Es imposible hacer una llamada. Las comunicaciones están colapsadas. Los mercados financieros, cerrados. Los aviones no despegan. La electricidad se ha caído. Bienvenidos a un día sin satélites.
Este es solo un escenario teórico, pero preocupante. En 2016, el Foro Económico Mundial estimaba que el 99% del volumen de tráfico de internet pasaba por cables submarinos, pero también advertía que la demanda subiría más de un 25% hasta 2020. A pesar de que el tráfico de internet se sostenga en su mayor parte por infraestructura terrestre, existe una capacidad límite y los satélites son necesarios para ampliarla. Sin ellos, las comunicaciones se saturarían rápidamente y pronto quedaríamos aislados.
En las últimas décadas, el ser humano ha empezado a usar el espacio no solo como fuente de inspiración mitológica, sino también para conocer lo que pasa en la Tierra. En concreto, usamos una pequeña porción de ese espacio para posicionar satélites artificiales, por norma general, en algunas de las órbitas terrestres: la geoestacionaria, la órbita terrestre baja (LEO) o la polar. En estas órbitas hay cientos de satélites que se encargan de tareas tan diversas como la retrasmisión de partidos de fútbol o las comunicaciones en zonas remotas de conflicto.
El espacio también es una gran ventana al mundo. Sin satélites, seríamos incapaces de localizar el restaurante más cercano, encontrar la ruta más rápida entre dos puntos o incluso gestionar el tráfico aéreo. Sin la capacidad de ver desde arriba, las labores de inteligencia o vigilancia también quedarían mermadas.
Para ampliar: “La geopolítica espacial cincuenta años después de la llegada a la Luna”, Blas Moreno en El Orden Mundial, 2019
Los usos de los satélites
Los primeros usos prácticos del espacio surgieron con experimentos militares durante la Guerra Fría. En 1955, la NASA lanzó la Operación Rebote Lunar (Operation Moon Bounce en inglés) que pretendía utilizar la Luna como un repetidor pasivo para enviar más lejos las ondas de radio. La idea era comunicarse de manera segura con los buques de la Marina en un momento en el que las operaciones encubiertas lo eran todo para descifrar qué estaba haciendo el enemigo soviético. Y lo consiguieron.
Tras el éxito de la Operación Rebote Lunar, unos años más tarde, en 1962, Estados Unidos lanzó Telstar, el primer satélite de comunicaciones. Su misión, que también tuvo éxito, era transmitir señales de radio, teléfono y televisión a ambos lados del Atlántico. Hoy en día, muchos de los canales de televisión tienen como responsable un satélite. ¿Cómo si no una persona en Uzbekistán podría ver la BBC desde su casa? A pesar de que de la infraestructura de internet y telefonía móvil siga estando cableada en su mayor parte, los satélites ofrecen una cobertura más eficiente y dan servicio a zonas que, por su geografía o por estar alejadas de centros urbanos, no están conectadas a la red.
Pero el uso de los satélites va más allá de las comunicaciones, pues también sirven para coordinar y localizar elementos en la Tierra desde fuera. Las máquinas de medición de tiempo más precisas que tenemos son los relojes atómicos, que están integrados en satélites. Desarrollado en Estados Unidos en la década de 1940, este sistema mide el tiempo en los cambios de energía de un átomo y no en las vibraciones del cuarzo, que es como funcionan la mayoría de relojes actuales. En un reloj atómico, un segundo se mide en más de 9.000 millones de ciclos de un átomo de celsio 133. Son tan precisos que, de media, se atrasan o adelantan un segundo una vez cada 15.000 millones de años.
No obstante, un reloj atómico es difícil de construir: son muy caros y necesitan temperaturas muy bajas para funcionar. Por tanto, estos instrumentos no puedan ser incorporados en los relojes de pulsera, pero eso no impide que nos beneficiemos de esta tecnología: gracias a que muchos satélites la llevan incorporada, pueden sincronizarse y coordinarse muchas actividades diarias en campos como las finanzas o la localización de objetos.
Tanto el GPS estadounidense o Galileo, su equivalente europeo, funcionan coordinando las señales que emite un dispositivo —por ejemplo, un teléfono móvil— con un mínimo de tres satélites. Y lo hacen gracias, en parte, a sus relojes atómicos. Una imprecisión en la medición podría localizar un objeto a kilómetros del punto en el que realmente está con consecuencias desastrosas. Por ejemplo, un soldado podría penetrar en territorio enemigo sin darse cuenta o alguien podría conducir su vehículo dentro de un lago por haber seguido las indicaciones de un navegador impreciso.
Los satélites también son fundamentales en las transacciones financieras: muchas están automatizadas y programadas, y se hacen a la velocidad de milisegundos. Solo en las bolsas estadounidenses se compran y venden al día 10.000 millones de acciones. Es por ello por lo que se requiere muy buena sincronización y precisión para determinar quién, qué, por cuánto y cuándo se ha hecho cada transacción. Sin los relojes atómicos que se encuentran dentro de algunos satélites esto sería imposible.
Otro de los sectores más dependientes de los satélites es el tráfico aéreo, desde para asegurar la comunicación entre pilotos y estaciones de tierra hasta para seguir la ruta de vuelo. ¿Cómo podría guiarse un piloto sobrevolando un océano si no fuese por los sensores y la geolocalización? ¿Cómo si no saben los controladores aéreos en qué punto exacto del globo se encuentra un avión? Nada de esto sería posible sin satélites.
Por otro lado, los satélites también sirven vigilar la superficie de la Tierra. Los satélites europeos del programa Copérnico, por ejemplo, son vitales en la lucha contra el cambio climático. Provén de información en tiempo real y, de esta manera, constituyen un sistema de alerta temprana para avisar de erupciones volcánicas o incendios forestales. Los datos que recoge Copérnico son además muy útiles para investigar cambios topográficos y estudiar las consecuencias del cambio climático.
Para ampliar: “How Do We Communicate with Space?”, Primar Space en Youtube, 2018
La cara oscura de los satélites
Los satélites nos facilitan la vida, pero ese no es su único cometido. Al igual que muchas tecnologías que nacieron para uso militar acabaron teniendo un uso civil, como el internet primitivo ARPANET o el GPS, también tecnología ideada para el uso civil ha acabado teniendo aplicaciones militares o geopolíticas. Ejemplos de lo último son los programas europeos Copérnico o Galileo, pero también los satélites que el actor George Clooney mantiene para vigilar la situación de guerra civil en Sudán, pagados con lo que gana promocionando la marca de café Nespresso.
Al igual que Copérnico puede captar el inicio de un incendio en un bosque en Finlandia, también puede identificar maniobras militares rusas en la frontera de las que Moscú no ha informado. Al igual que Galileo promete ayudar a desarrollar la tecnología espacial europea, también rivaliza con el monopolio del sistema estadounidense de GPS y garantiza que, en caso de conflicto, los países europeos que participan en el programa tengan acceso a sistemas de geolocalización propios.
Solo en 2019 se lanzaron al espacio 581 satélites, la gran mayoría estadounidenses, pero también chinos o rusos. En total, más de ochenta países tienen objetos espaciales en órbita, de los cuales solo cuatro —India, EE. UU, Rusia y China— tienen la capacidad de derribarlos desde tierra. No es de extrañar que haya cada vez más países lanzando satélites al espacio, teniendo en cuenta su importancia para la economía global. Pero ese aumento de satélites, que son aparatos bastante frágiles, también tiene implicaciones de seguridad.
Los satélites son, en esencia, receptores y emisores de señales. A pesar de tener un sitio reservado en la órbita, si al moverse pasan cerca de otro satélite es muy probable que la señal emitida no sea muy clara, un fenómeno conocido como jamming, ‘interferencia’. El jamming permitiría a un Estado paralizar las comunicaciones de otro Estado a propósito. Por otro lado, los satélites también se enfrentan al riesgo de colisiones, para lo que cuentan con combustible de reserva para maniobras de emergencia, como esquivar basura espacial. Pero una vez se acabe el combustible, el satélite no podrá esquivar el siguiente golpe y será destruído. Esto ofrece otra oportunidad al sabotaje: un país podría estrellar deliberadamente su satélite contra otro que no tuviera combustible y echarle la culpa a factores meteorológicos o a un mal cálculo. Algo así pasó en 2009, aunque involuntariamente, cuando un satélite estadounidense se estrelló contra uno ruso que ya no podía maniobrar.
Los satélites son muy frágiles y están poco protegidos frente a ataques externos, a pesar de su gran importancia. Una tormenta espacial o la acción deliberada de un país pondría en jaque las finanzas, la distribución de energía o las comunicaciones; y, por tanto, también nuestra capacidad de responder a esa y otras crisis. Podría estar quemándose la selva del Amazonas o haber caído una bomba en Arizona y nadie se enteraría. Un día sin satélites no solo paralizaría nuestra vida diaria: traería serios problemas para nuestra seguridad y la de nuestros países.
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